- ¿Caliente?-.
- Si, por favor...y sacarina, si no le importa-.
- No creo que la necesite...es usted lo más dulce de la mañana-.
Sonrió al halago mirando cómo su café solo se convertía en café con leche ante la pícara mirada del camarero de aquella cafetería. De buenas a primeras, que le suelten eso por la mañana, no está mal. Lo agradece con un leve intercambio visual que se disipa con la entrada de nuevos clientes y con la apertura de su periódico al que iba a dedicar exactamente ese espacio, el de la apertura de su primera hoja. Todo lo demás fue por encargo de su propia mente que esa mañana, invernal, blanca y gélida, se dispuso a extraerla del mundo.
Ni siquiera se percató de quitarse el abrigo. La cafetería no hacía mucho que había abierto sus puertas al público y aún no contaba con el ambiente esperado para provenir del exterior cercano a los 0 grados.
Miró por la ventana mientras removía el café y le dió su primer sorbo sabiendo que ese iba a ser el más caliente. La taza se templaba a la misma velocidad que sus pensamientos fluían, solo que el café podía dejar de removerse por voluntad propia, pero su angustia no. Su angustia no contaba con una cucharilla que pudiera parar en cuanto quisiera. Al contrario, parecía como si las ganas de parar de pensar en modo dispositivas fueran inversamente proporcionarl a la aceleración que adquiría su proyector interno. Mala suerte.
Un par de señoras mayores hablando de las nevadas de sus vidas le distrajo momentaneamente de su fiesta interna. Venían a decir que ahora no era como antes y contaban peripecias a colación del manto puro de agua helada, aventuras de una infancia que se resistían a olvidar encandilando a algunos oyentes espontáneos entre los que se encontraba.
Se estiró minimamente y se despojó del abrigo. Hizo un ovillo con él y se lo puso a la altura de los riñones a modo de cojín mientras seguía deleitándose con las historias de las señoras que seguían atrayendo público.
Apuró su café con esa banda sonora de fondo. Miró el reloj y sacó una de sus libretas para anotar cuatro ideas que no quería que cayeran en el olvido. Sus pensamientos seguían cuesta abajo y sin frenos. Se chocaban, se esquivaban, confluían en ocasiones con demasiada educación y otras tantas con violencia, contra sus sienes que acusaban el movimiento con un ligero pinchazo de dolor.
Sólo había pasado una hora desde que salió a la calle, pero ya echaba de menos los pliegues de su alma y el calor de su nudo deshecho. Suspiró por enésima vez en aquellas horas en las que todo podía pasar, según citaban los meteorólogos y se dispuso a recorrer los glaciares metros que le separaban del horno crematorio en el que se había convertido su casa.
Sonrió al empedrado dejándose llevar por la alegría del despertar y el paraiso de sus brazos que le esperaba desde hacía, tan solo, 60 minutos.